Todas las señales están allí. Desde hace varios años, diversos estudios nos vienen diciendo que las democracias están perdiendo respaldo, y más grave aún, la tendencia a la indiferencia sobre qué tipo de régimen prefieren los ciudadanos aumenta aceleradamente.
La preferencia de votar en contra también va en aumento, como lo acabamos de ver en las elecciones de Chile, Ecuador, Perú y México; es decir, los ciudadanos están votando, en su mayoría, por hacerlo contra alguien, no por apoyar a un candidato o sus propuestas, es más ni siquiera están pensando si esa opción de votar en contra de alguien, es la que más les conviene.
O al observar en Chile las elecciones para elegir gobernadores regionales y autoridades municipales -alcaldes y concejales- además de los 155 constituyentes que redactarán la nueva Constitución, solo votó el 20% de los 15 millones de chilenos habilitados para hacerlo.
Pero este fenómeno no es solo en nuestra región. En Francia, en las recientes elecciones regionales, más del 68% de los 48 millones de franceses optaron por no ir a votar. Adicionalmente, varios estudios de opinión pública de ese país señalan que, en la primera vuelta de las elecciones de 2022, más de la mitad de los electores podrían votar por un candidato/a que no sea de un partido político.
Si a lo anterior le sumamos el dantesco espectáculo que se evidenció en reciente campañas, donde la banalización y trivialización de la política fue la nota dominante, adicionado a que cada día aparecen nuevos partidos y movimientos que terminan siendo estrellas fugases que no son capaces de sobrevivir a la primera elección a la que se presentan, pudiéramos estar en presencia de una tendencia a la desaparición lenta y progresiva de la democracia como la conocemos.
Lo peligroso de ello es que se le está abriendo las puertas a los populismos, los que hay tanto de derecha como de izquierda -si es que ideológicamente, eso existe-. Los resultados de esos gobiernos están a la vistas -recordemos Donald Trump, Jair Bolsonaro, López Obrador- o peor aún, se están generando las condiciones para la aparición de gobiernos que, son elegidos democráticamente pero que luego se vuelven autoritarios o sencillamente dictatoriales, -como el de Nicolás Maduro, o Daniel Ortega-.
La sapiencia popular es infinita. El viejo adagio de que “nadie sabe lo que tiene hasta que lo pierde” cobra hoy mayor vigencia que nunca, pues cuando vemos el desprecio del ciudadano por el deber democrático básico, como es ejercer el derecho al voto; cuando presenciamos cómo este se distancia de la política, producto del enfado, desilusión y perdida de esperanza de que a través del voto se puedan producir los cambios que necesita, queda claro que no se sabe lo que se tiene.
Lo más grave de todo es que algunos dirigentes y líderes -llámense políticos, empresariales, sindicales, académicos, etc.- en su afán por acceder al poder, usan ese desafecto del ciudadano, estimulando aún más su alejamiento, incentivando la hiperpolarización en la sociedad, justamente buscando dividirla y que esta se aleje más de la política, pues, así les resulta más sencillo ganar el juego con menos jugadores en la cancha, con un reducido número de espectadores en las gradas y con un cuerpo arbitral débil, sumiso y afín.
Las preguntas de rigor que habría que hacerse es: ¿Si se acaban las democracias, que harán esos dirigentes y líderes que hoy juegan a la hiperpolarización, a la división y a la estigmatización? O, ¿Qué harán los ciudadanos que hoy desprecian la democracia, cuando ya no haya democracia?
Pudiera pensarse que todo está perdido, que vamos en una espiral descendente, pero todo este panorama representa una gran oportunidad para que las nuevas generaciones revitalicen, potencien y evolucionen hacia una verdadera democracia, una democracia cercana al ciudadano, y, sobre todo, una democracia que dé respuestas a las necesidades en las sociedades emergentes.
Los liderazgos que realmente quieran marcar una diferencia tendrán que comenzar por ser absolutamente coherentes entre lo que piensan, lo que dicen, lo que hacen y lo que sienten; tendrán que ser liderazgos integrales, empáticos, colaborativos, comunicativos, verdaderos líderes apegados a los valores democráticos y, sobre todo, que estén siempre al lado del ciudadano y de sus causas, respaldándoles, apoyándoles en sus luchas y, en especial, fortaleciendo las democracias y construyendo países más justos y equitativos, donde los ciudadanos tengas las mismas oportunidades para que, con su propio esfuerzo se superen, crezcan, y accedan a una mejor calidad de vida para ellos y sus familias, creando, por su puesto, un mejor y fortalecido tejido social.